En la campaña de promoción de su tercera novela mi amigo Ruben Martinez ha decidido publicar fragmentos con la descripción del desencadenante y de los protagonistas. En los próximos días podréis leer gratis aqui el desencadenante y las características de los actores de esta trepidante aventura. Podeis adquirirla al completo por menos de 3 euros en AMAZON KINDLE.
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Casino de Siem Reap, veintiuno de Junio de 2010.
No va más, señores no va más. La bola gira con su sonido de rueca, como las carracas que llevan los niños en las manos por Têt Trung Thu, la luna llena de otoño, el carnaval infantil. Esa pequeña luna, esfera marfileña que colma o vacía los bolsillos, gira como un reloj enloquecido y decide en segundos el destino de unas decenas de pares de ojos irritados por el alcohol, ensombrecidos por el sueño y el humo. Rojo. Negro. Par. La banca gana. La banca siempre gana. Dos jugadas buenas, una mala. La perla blanca gira y parece que va a detenerse en mi casilla. Ya casi. Pero no. Ahora sí. Dos jugadas más como ésta y me habré recuperado, y podré volver a jugar mañana. Ay, juego, eres mi pasión y también mi ruina. Unas veces gano pero al final siempre me pierdes. Lo sé, y aún así sigo jugando. Ya no queda nada más. La casa de mi madre está hipotecada, su herencia, que era mía, todo encima de la mesa, lo mío y lo que esa gentuza me ha prestado. No tenía que haberlo tomado, pero ya es tarde, siempre me pasa igual, y la bola rueda de nuevo como el tambor de una pistola que apunta contra mi sien. Solo dos jugadas más, por favor, solo dos más y mañana…treinta y seis, rojo, par y pasa. Adiós. No pasa nada. En una jugada puedo recuperarlo todo. Sí; todo al 36, todo o nada. La bola gira de nuevo, como gira mi destino sobre el fuego del infierno, todo o nada, aplausos y sonrisas o una paliza, todo depende de 37 miserables números.
Así de sencillo… Tres, impar, rojo, y la mano de uno de esos matones me aprieta el hombro casi tanto como el nudo que siento en el cuello. La he vuelto a cagar. Y me doy cuenta como en el minuto después de un accidente, que habría podido evitar de no estar bebido, si no hubiera conducido, si no me hubiese distraído, de no haber jugado; y miro como si tras disparar un arma, al ver caer a mi hermano, descubriera incrédulo que el arma estaba cargada. Es demasiado tarde, como otras veces. Me apartan de la gente con una amabilidad convincente, casi en volandas, los pies apenas rozando el suelo, las garras de dos chinos tatuándome la forma de sus dedos contra la piel. No veo claro. Tanto rato llevaba con los ojos fijos en el tapete, la copa en la mano, las fichas en la otra, que soy incapaz de enfocar a distancia. Me suben por unas escaleras alfombradas y atrás queda el rumor grave de los jugadores, el de las máquinas tragaperras, el cloqueo de los cubiletes de dados, las voces de los croupieres, el humo de los cigarrillos, el tintineo estridente de los cubiertos que caen al suelo en el restaurante donde he comido, fumado y bebido gratis hasta el desplume total, mi completa ruina. Y ellos debían saberlo. ¿Por qué me habéis dejado jugar? ¿Qué vais a obtener de mí? Estoy solo y mi vida... no vale nada.
-Hola caballero. Parece que no ha habido suerte.
-Qué gracioso. Usted sabe quien maneja la suerte en este local.
-¿Me llamas tramposo porque me debes dinero? ¿No te han enseñado modales? Swe, demuestra al señor qué son los modales.
Nam se encuentra sentado en un butacón tapizado, de estilo francés, muy lujoso e incómodo. La sala enmoquetada de color Burdeos, con olor a perro mojado, la luz amarilla que le agrede, en contraste con el ambiente de penumbra de la zona de juego, y cae pegajosa sobre su cuerpo, como una lluvia de aceite caliente. En la sala todo es excesivo, el brillo, el humo, el lujo, la hostilidad. Observa a los que juegan tras la pared de cristal doble; con probabilidad ellos no pueden verle. Qué podrían hacer por él. Los perros guardianes le clavan en el asiento, sus manazas sobre sus hombros como las garras de un águila, prestas a sacarle el hígado. Ellos son dos masas de carne con forma humanoide, antiguos luchadores de sumo o campeones de concursos de comer pizzas. Sus trajes, apretujados contra la musculatura, en cualquier momento pueden rasgarse y desbordar esa carne y toda su mala leche. Las narices chatas de boxeador resoplan como chimeneas de un tren antiguo a cada gesto, y su aliento le rodea y se suma a su sensación de calor, de asfixia, de congoja. Al gesto del jefe, uno de ellos levanta y baja la mano como una cimitarra. Casi le parte la clavícula. Suelta un grito, y el que ha hablado primero, un tipo moreno, de aspecto tailandés, las manos en los bolsillos, sonríe. Debe tener sesenta años, las gafas tostadas, la ropa holgada de tonos café con leche la camisa, cuello Mao, y sin leche el pantalón. Se relame los bigotes y le recuerda a un felino de salón, un gato siamés, la mascota de una prostituta. Nam, tras el golpe, recupera la postura como el papel de estaño, casi como antes, pero nunca igual.
-Me debe un buen pico, más de cuatro mil. ¿Cómo piensa devolverlos?
-No tengo nada.
Nuevo golpe, otro mazazo, solo que esta vez al otro lado. Debe de haber perdido un centímetro de altura desde que empezó la conversación, hundido en el terciopelo del asiento. Otro golpe más y quedará con las posaderas enclavadas en el marco de madera del butacón. El gato siamés se sacude un polvo inexistente de las mangas de la camisa, un gesto ritual, como para darse importancia, o para quitársela al hecho de estarle vapuleando. Con el cuello contraído de dolor, Nam ya no es capaz de mirarle a la cara, y fija la vista en su cinturón de cocodrilo, cuya hebilla, un círculo con el dibujo de un laberinto, el laberinto en el que se ha perdido, simboliza la suerte, la que le ha abandonado.
-Le he preguntado cómo piensa devolverlo, y quiero saber cuándo. Si no se le ocurre nada, mis amigos se entretendrán en desmenuzar su cuerpo despacio. Aunque no lo parezca, pueden ser minuciosos.
-¿Qué puedo ofrecerle?-solloza.-Todo lo que tuve lo tiene usted. Y lo que no tenía también.
-Quizás su familia disponga de algo.
-Ya lo puse encima de la mesa.
-Una hermana virgen, una hija,... si hablamos de pago en especias, se podría arreglar.
-Solo tengo un hermano.
-Me temo que su hermano no es mercancía de intercambio. Córtale una oreja.
-Un momento. Mi hermano tiene dinero. Déjeme escribirle una carta, llamarle. Él me ayudará.
-Llámelo.
-¿Puedo hacer la llamada a solas?
-No.
Coge el teléfono, lo único que todavía le da crédito ahora. Le tiembla la mano, y la boca seca apenas le deja pronunciar cuando escucha la voz de su hermano. ¿Cuántos años hace que no hablan?
-Hung. Soy Man. Estoy en un lío. Necesito tu ayuda.
-¿Mi ayuda? Vete al cuerno... tuut... tuut... tuut.
-Parece que ese hermano tuyo ha colgado el teléfono, saco de mierda. ¿A quién querías engañar? -dice el siamés.
A Man se le deshace la cara en lágrimas, el labio inferior le tiembla como el de un azogado, se cubre la cara con las manos y lanza un llanto afeminado. La camisa se le pega al pecho y el sudor trasparenta un cuerpo prematuramente envejecido, sombra de un hombre joven y esbelto consumido por una pasión febril y despiadada. Si hace falta se echará al suelo, besará los zapatos de ese tipo, se humillará para salir adelante, y para seguir jugando.
-Por favor, déjeme intentarlo otra vez. Le daré su dirección.
-¿Qué pretendes? Aún llamarías a la policía. Te quedarás en el casino como mi huésped. No te preocupes; no te faltará diversión. Vamos, cortadle algo. Hay que preparar una carta convincente para su hermanito o lo que sea, con un regalito dentro.
Abajo, en la sala de juego, las cabezas se arracimaban en torno a las mesas. Los tapetes reflejaron hacia los rostros luces verdosas y sombras alargadas, y construyeron sobre ellos máscaras grotescas. La música de las tragaperras teñía de falsa alegría la tragedia de las almas perdidas por la atracción del abismo de un falso azar, manipulado a conciencia por manos ocultas o por caprichosas leyes matemáticas. Pese a ello, la gente pululaba entre máquinas y mesas agrupándose o dispersándose entre exclamaciones o decepciones, como estorninos invernales, y creaban formas fugaces antes de desaparecer en sus habitaciones hasta el día siguiente.
Brillaban las estrellas en la oscuridad, incontables bolas de ruleta, y giraban en la bóveda celeste como en una inmensa rueda de casino. El gran reloj se había puesto en marcha. Los minutos comenzaban a pesar sobre la cabeza de Man como las lágrimas de cristal de una lámpara de salón, como las piedras preciosas que antaño se incrustaron en los muros de los palacios de Angkor. Las ruinas del reino de los Jayavarman testimoniaban la decadencia de un imperio y las cabezas descomunales de arenisca del Bayon vigilaban los cuatro puntos cardinales, sin haber podido impedir el hundimiento de tiempos mejores en el abrazo de la jungla, bajo el cielo.
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